Se llama a la policía, a los bomberos, la prensa trasmite y hace llegar la información a los familiares de la persona que pretende quitarse la vida, se genera gran inquietud entre todos.

No se inicia un debate si deben dejar que salte porque es su decisión, ni se habla acerca de que no  se le puede obligar a vivir, si no quiere hacerlo. Al contrario,  todos están de acuerdo en que se debe evitar que salte.

Y si llega a suceder, es un evento que impacta y queda en la memoria de las personas que se enteraron o tuvieron la desdicha de presenciar el momento.

Pasa a ser un tema de conversación,  todos quieren conocer las razones que le llevaron a tomar esa drástica decisión y siempre hay coincidencia en el parecer que nada es tan grave como para llegar a esos extremos, que si su entorno supiese el pesar que llevaba ese familiar le habrían ayudado o persuadido.

Existen muchas maneras de hacerse daño a uno mismo, caminar hacia la propia destrucción con hábitos o comportamientos que inevitablemente conducen hacia una muerte segura, como las adicciones a las drogas o un ritmo violento de vida.

Situaciones que inquietan a la sociedad y exige la intervención del Estado para prevenir o evitar, aunque no se contagian, aunque nos crucemos con estas personas en algún ascensor o transporte público, si estornudan no nos van a contagiar, no nos volveremos ni adictos ni violentos.

Pero el COVID-19 se contagia y las personas que no se vacunan tienen mayor carga viral y van a contraer las formas graves de la enfermedad y probablemente mueran a consecuencia del mal, pero no se irán solos, van a arrastrar a todos los que se crucen con ellos.

El Estado está haciendo su parte, con vacunas donadas o compradas está tratando de poner a salvo a la población, y aunque llegamos a contagiarnos la carga viral no será alta.

El que no se vacuna expone a todos, es una forma de matarse y matar a otros, es una forma de decidir saltar desde un edificio pero con una cuerda atada a la cintura de todos los que están en su entorno.